Víctor Herrero

La Suerte de los Canallas

Novela corta

CAPÍTULO 1
La historia de Juan

Juan llegó apurado. No era más tarde que otras veces, pero ese día quería ser puntual. Una cena para calmar los ánimos, para resolver el problema que tenían encima. Era un planteamiento de mierda. Y el motivo por el que había dejado una importante partida de póker. El póker representaba una nueva manera de hablar de negocios —más informal y donde nadie podía ocultar quien era—, igual que tiempo atrás lo habían sido las cenas en restaurantes de moda o los partidos de golf.

Estaba a punto de encontrarse con sus antiguos compañeros del instituto. En una reunión promovida por Javier, cuya novia, Mila, se había encargado de preparar, como si fuera un evento divertido en esas fechas de saturación, justo después de las comidas de Navidad… Estaba claro que los dos sabían manejar a la gente, cada uno a su manera.

Además, los ánimos entre su grupo de amigos no estaban bien. Era indudable. ¿Y qué era eso de que habían encontrado una solución? Juan no se lo creía del todo. Temía que aquella reunión se convirtiera en un encuentro en el que simplemente hablaran de lo desdichados que eran y se lamieran las heridas. Eso era muy del estilo de Javier, un vendemotos de primera división. Porque hicieran lo que hicieran, ese cabrón se había quedado con su dinero. Y que él supiera, no había manera humana de localizarle. Aunque a lo mejor estaba equivocado y de verdad podían resolver aquel entuerto. Si era así, alguien tenía información que no compartía con él.

Eso estaría feo. Estaría feo y habría sido una cabronada impensable hace unos años. Aunque en esos momentos… ya no sabía qué pensar.

En el instituto, Juan había sido el líder del grupo. Entonces todos asumían su carisma. Y le seguían. Sin embargo, en los últimos tiempos había tenido un par de discusiones. Siempre con las mismas personas. Algunos de sus amigos lo tildaban de liberal y egoísta. ¡Como si eso fuera un pecado! Porque él no vivía en el mundo de la piruleta ni era un hipócrita. Porque se mojaba en sus opiniones sin andarse con rodeos ni prestar demasiada atención a lo que quedaba bien de cara a la galería. Estaba claro que le tenían envidia. Él trabajaba de arquitecto con varios proyectos en marcha, asociados a grandes multinacionales. Algo que le había permitido vivir de una manera desahogada y ahorrar una buena cantidad. Para jorobarlos más, se cuidaba lo suficiente. Y parecía más joven que los 33 años que mostraba su carnet, a diferencia de algunos de ellos, a los que la misma edad ya les estaba pasando factura.

Juan subió las escaleras del portal. Ese maldito ascensor nunca funcionaba. «Las ventajas de vivir en el centro» pensó con ironía. Los materiales de esas construcciones estaban para tirar y la ornamentación ya era antigua en el siglo pasado. Pero a todos les parecía una idea estupenda quedar en casa de sus dos amigos porque estaba en el centro. Tampoco quería culparlos. Alguna vez se había ofrecido él para juntarse en su domicilio de la localidad madrileña de Boadilla del Monte. Había que reconocer que preparar la comida y el resto de los detalles para que sus compañeros estuvieran a gusto era un curro poco agradecido. Entendía que nadie se quejara si las cosas se las daban hechas.

Llamó a la puerta del 2A con los nudillos. Nunca le habían gustado los timbres de los portales. Y menos los timbres de una casa del centro. Tenían poca personalidad. Y bastante mugre. Tuvo que repetir la operación dos veces más de forma enérgica. Al otro lado se oía el murmullo de las voces. Sin embargo, nadie parecía percatarse de que estaba allí. Cuando iba a claudicar, acercando su mano al asqueroso botón, la puerta se abrió.

Mila estaba frente a él, sonriente, como si no hubiera perdido unos minutos preciosos de su vida.

—Llegas justo a tiempo —afirmó ella con un gesto galante del brazo que lo invitaba a entrar.

—Llego tarde, pero no me cambies de tema. ¿Qué cojones hacíais que no abríais?

Mila hizo un ademán para cogerle el abrigo, exhibiendo su boca perlada.

—Yo también me alegro mucho de que hayas llegado, Juan.

—Sí, sí, la culpa es mía. Igual que siempre.

Ella lo cogió del brazo y avanzaron por el recibidor. Estaba muy guapa, había que decirlo. No era de esas mujeres que te dejaban babeando a primera vista. No explotaba su belleza de una forma consciente, a pesar de que era hermosa. Sonreía continuamente. Te decía algo amable y te tocaba en el brazo de manera atenta. Daba igual que tuviera ese aire hippie, el cabello alborotado o el vestuario amplio y destartalado. Te sentías a gusto con ella. Además, era una cachonda. Algo irresistible para cualquier tío.

Accedieron al salón, donde él jamás se había encontrado cómodo. Le sangraban los ojos al contemplar ese caótico espacio, repleto de fotografías de paisajes exóticos y estanterías con infinidad de libros sin orden alguno. El lugar mezclaba el estilo moderno de la pintura de las paredes con muebles envejecidos y una carpintería de tonalidades claras de puertas y ventanas. Como si los propietarios no tuvieran muy claro de qué forma querían ornamentar su casa o —lo más probable— como si no tuvieran ni puñetera idea de ello. Tampoco es que Juan fuera un experto en decoración, pero el lugar chirriaba lo miraras por donde lo miraras. Las ventanas tenían cristales finos, perfectos para escuchar todos los ruidos y molestias de la calle. Las lámparas eran unos focos de led que daban una luz amarillenta de manera endeble en direcciones contradictorias, sin llevarte a ningún lugar concreto. La mesa principal, oscura como el carbón, estaba vestida con un mantel de una tela blanca, ideal para mancharse bien ante cualquier acontecimiento culinario. Los platos eran de cerámica azul y blanca; y la cubertería metálica, de Ikea. Luego estaban las sillas. Siempre había menos sillas de las que debía haber, o más, dependiendo de la ocasión.

Juan se soltó de Mila y fue hacia la cocina. Allí estaba Javier, cocinando, que iba con un pantalón bastante lamentable, seguramente comprado en alguna cadena de ropa barata, muy a su estilo. Eso si no lo había rescatado de algún mercadillo. A lo que sumaba una camisa arrugada de colores que no tenían previsto estar de moda en los próximos años. Tampoco se podía esperar mucho de él en cuanto a estética. Curiosamente era un tío inteligente, a pesar de que se empeñaba en mostrarse al mundo como si fuera un vagabundo. A su lado estaba Covi, de pie, con la estampa de una guapa modelo a la que admirar. Llevaba un vestido rojo, ajustado, que marcaba sus curvas de manera erótica, de esos que tienen una cremallera en la espalda con la que poder fantasear, para los que como a él no les gustaba tirar de imaginación.

El vendemotos de Javier estaba sudando. Sudaba en grandes cantidades. Un torrente de varios centilitros recorría el casi metro setenta que lo sustentaba. No iba a buscar en Google qué cantidad de sudor puede emitir una persona por el cuerpo —estuvo tentado a hacerlo, aunque no lo hizo—, pero ese volumen de sudor era demasiado. De eso estaba seguro.

Los saludó y fue a aclararse la garganta a la nevera.

Al coger la cerveza y abrirla, Javier se chocó con él.

—¿Puedes tener más cuidado? —le increpó el vendemotos de forma grosera.

—Solo quería una bebida —apuntó él, mientras sorteaba el cuerpo nervioso de su amigo, que no paraba de moverse sin ton ni son—. Ya me voy para no molestar.

No quiso decirle nada al cocinillas, pero había vertido parte de la lata al chocar. Luego el que tenía malas pulgas era él. Y el egoísta. Emprendió el camino de vuelta al salón. Lo que estuvieran cocinando allí no tenía buen aspecto y no estaba dispuesto a cargar también con las culpas de eso.

—Espera, antes de que te vayas —intervino Covi con su voz melosa—, haz algo útil. Se nos ha roto el único sacacorchos que teníamos. ¿Puedes bajar a comprar uno?

Se encogió de hombros. ¿Qué demonios iba a contestar a eso? ¿Que no le apetecía para seguir siendo el malo?

—Yo te acompaño —añadió Mila, mientras asomaba por allí sin dejarlo reaccionar.

Se giró hacia ella, tratando de poner buena cara.

Bajaron por la escalera. Estaban reformando el ascensor, según Mila. ¡Qué manera tenía de ver las cosas!

En la calle, fueron a un negocio regentado por chinos. Dejó que ella se encargara de la compra y volvieron en un tranquilo paseo hacia el portal.

—¿Qué tal todo? —preguntó Mila.

Juan odiaba las preguntas trampa. Y no había una pregunta más mal intencionada que esa. Mila quería saber de Esther. Bueno, a lo mejor sabía más de Esther que él mismo. En realidad, quería que le chismorreara sobre sus problemas con ella, de la que se estaba separando, y que era a su vez la mejor amiga de Mila.

—Sé que lo estás pasando mal —continuó ella ante su mutismo.

Estaba en una encrucijada. Mila era una experta en atraparlo y no tenía a dónde huir. Ella lo cogió por el brazo, mientras avanzaban por la acera.

—Tú sabes demasiadas cosas —atinó a decir.

—Te conozco —prosiguió ella—. No puedes evitar sentirte culpable.

—Sí, me conoces. Y yo a ti. Y sé lo que pretendes.

—Entonces, cuéntame. ¿Cómo estás? Noto enseguida si te pasa algo.

—Estoy un poco agobiado. Ya sabes, por la situación con Esther. Sé que me habrá puesto en vuestra contra. Y que habrá contado mil mentiras sobre mí.

—Yo no suelo hablar de ti con ella. Intento dejar apartado ese tema. Pero hay algo más, ¿no?

—¿Estás de broma? Claro que hay algo más. Lo de la jodida lotería.

—¿Tanta falta te hace el dinero?

Dudó si sincerarse con ella. Enseguida se dio cuenta de que ya conocía la respuesta a esa pregunta. Eso lo sabían hasta los más tontos del barrio. Esther la habría puesto al día sobre su necesidad de liquidez para mudarse a una casa más grande que el cuchitril que había alquilado temporalmente. El dinero que tenía ahorrado lo quería para invertir en unos inmuebles que, si funcionaban como presuponía, podrían suponer su jubilación anticipada.

—¿A ti no te molesta lo que nos ha hecho ese cabrón? —preguntó intrigado.

—No me ha arrebatado nada que tuviera.

—Ese dinero es nuestro —contrargumentó él—. Y a todos nos vendría de perlas para mejorar nuestras vidas.

—Mi vida es estupenda. No digo que no me viniera bien, lo que no creo es que mejorara por el dinero. Si ha ocurrido así, será por alguna razón.

—¿No te gustaría viajar? Puede ser la oportunidad que llevas tiempo esperando.

—Ahora no es un buen momento. Javier y yo estamos hasta el cuello con nuestros negocios. Y la verdad, no tenemos tanto ahorrado.

—Por eso lo decía.

—Viajaré cuando pueda, cuando corresponda. Ahora no es el momento.

—Entonces, todo perfecto, ¿no?

El silencio los acompañó los siguientes pasos. Era imposible un punto de encuentro.

—Esther no me ha puesto en tu contra —continuó Mila.

—Claro.

—No digo que no lo haya intentado. Solo que no lo ha hecho.

Ya estaban llegando. Se habían ido apretando el uno contra el otro según se acercaban al portal, fusionando sus posturas corporales de manera sincronizada.

Ella sacó la llave y entraron atropelladamente. Mila se lanzó sobre Juan. Lo besó en la boca. Él aplacó su sorpresa inicial besándola también, con pasión. Después, agarró con fuerza sus nalgas. Parecían dos amantes furtivos entregados a un amor prohibido. Parecían. ¿Es lo que eran? Ya no sabía lo que eran. Porque con Mila era imposible ser nada de una manera estable.

De vez en cuando se veían. La excusa era lo de menos: que si ella necesitaba hablar con un amigo, que si quería preguntarle un asunto a nivel profesional… No todo era culpa de Mila. Él acudía a su herbolario los días que tenía más o menos libres. Se presentaba sin avisar. No le gustaban los WhatsApp ni las llamadas de móvil. No los usaba con ella. Le sería muy difícil explicar ciertos mensajes en caso de ser descubiertos. Y que los vieran en la calle o donde fuera podía ser una simple coincidencia o un encuentro entre amigos.

Todo comenzó el día que enseñó a Mila el piso que tenía para alquilar en la calle Ferrocarril. No era para ella, lógicamente. Pero su amiga insistió en ir a verlo antes de comentarle nada a su compañera de trabajo. Esa a la que podía interesarle el estudio poco luminoso que acababa de quedarse sin inquilinos y suponía un buen sustento para Juan. El estudio tenía poco que enseñar. Justo lo contrario que Mila, que dejó caer uno de los tirantes del vestido de flores que llevaba ese día. Él, que nunca se había caracterizado por el autocontrol, se dejó llevar por una situación más propia de una película de contenido para adultos que de la realidad. Y desparramaron su deseo por el suelo, creando un precedente del que no se sabían despegar. A esa primera vez le siguieron encuentros cada semana o semana y media, según tuvieran las agendas.

Los dos intentaban resistirse, sabían que aquello tenía que acabar. Lo que no querían saber era cuándo. Y en ese juego pueril y abocado al fracaso llevaban inmersos desde hacía demasiados meses, mientras se equivocaban y transcurrían los días, con sus trabajos y familias de fondo que únicamente aportaban vergüenza y culpa.

 

En el portal, Mila lo abrazó con sus piernas, mientras se sostenía de pie, como un pilar que aguanta una estructura quebradiza a punto de caerse. Ella le propinó una batería de besos por diferentes partes del rostro y el cuello. Él caminó hacía una zona más oscura y recogida, entre los trompicones y mimos, cuidándose de no hacer demasiado ruido, con su amante subida al tronco cual garrapata chupasangre. De pronto eran dos adolescentes gobernados por las hormonas y la lejanía del futuro. Cada paso parecía más complicado que el anterior para mantener el equilibrio.

Cayeron al suelo y estallaron en carcajadas justo en el momento en el que alguien abrió la puerta de la calle. Juan tapó la boca de Mila. Un hombre entró, miró hacia su ubicación clandestina y sostuvo la vista unos segundos difíciles. Era Andrés. ¡El hombre que miraba hacia ellos era Andrés!, otro de sus amigos. Debía llegar tarde a la reunión. El muy capullo.

Los amantes trataron de no respirar, fusionados por sus extremidades y una delicada incertidumbre. Lo mejor era no moverse, no hacer nada, no mirar demasiado…

Su amigo dejó de escrutarles y cogió las escaleras hacia arriba. Sin más. A lo mejor no había distinguido quiénes eran. Ellos estaban en penumbra y seguramente, desde su posición más iluminada, no habría podido identificarles. O a lo mejor sí, y se había hecho el despistado. Porque Andrés era de esa forma de ser. La típica persona capaz de fingir que no se había enterado de nada y guardarse esa información para cuando fuera más inoportuna. Era algo que Juan no tenía ninguna prisa en comprobar. Aquella situación le había revuelto el estómago.

—Se acabó —zanjó él, según se zafaba de Mila y se levantaba del suelo.

—Ha estado cerca —dijo ella, mientras se incorporaba a la vez con una sonrisa aún en el rostro.

—¿No me has oído? Digo que se acabó.

—¿El qué se acabó?

—Esto… Lo que diablos sea esto… Se acabó —insistió, mientras se sacudía con energía los pantalones como si quisiera arrancarse la vergüenza—. No podemos seguir viéndonos y revolcándonos igual que quinceañeros que creen en vampiros y van al instituto. Tú tienes pareja, mi ex es tu mejor amiga y no está bien. No está bien.

—Tranquilo. Sé que te ha alterado lo de Andrés. A lo mejor no se ha dado cuenta de que éramos nosotros.

—Me da igual lo que haya visto Andrés. Tenemos que dejar de acostarnos.

Mila lo miró, haciendo como si no lo escuchara, igual que siempre, y cambió de tema:

—Anda, subamos. Estarán esperándonos para el sacacorchos.

Al llegar a la casa, estaban casi todos en el salón, en torno a la mesa pequeña, tomando patatas de bolsa y embutido cortado con poco gusto, en lonchas gruesas y desiguales.

—Ya veo que nos habéis esperado para abrir el vino —soltó él.

—Tardabais tanto que hemos decidido abrirlo a lo antiguo, metiendo el corcho para dentro —comentó el vendemotos, mientras no paraba de zampar con una evidente mala educación—. ¿Qué estabais haciendo?

—Había cola en el chino —solventó Mila a la vez que se acercaba y cogía uno de los aperitivos desplegados por la mesita auxiliar.

Juan se acercó al grupo con el gesto desconfiado. Agarró la botella de vino y caminó hacia la cocina en busca de un decantador.

Allí, la situación no mejoró. Andrés estaba cogiendo un vaso del friegaplatos, como si fuera alguien inocente que no hubiera hecho saltar por los aires todas las expectativas de esa noche. Su amigo iba con el uniforme: los mismos pantalones y jersey que las últimas veces que lo había visto. En el fondo, era un tío simpático; en ocasiones, hasta divertido. Lo que le mosqueaba de él era que casi nunca hablaba, igual que alguien del que no te podías fiar.

—¿Acabas de llegar? —preguntó Andrés según lo vio aparecer—. Pensaba que sería el último. Olvidaba que tú también vendrías.

—¿Por qué no iba a venir?

—Tranquilo, no lo digo por nada. Solo es que la última vez que coincidimos te noté tan mosqueado que vete tú a saber…

Sabía a qué se refería. Optó por ignorarlo. Tomó el decantador de uno de los muebles altos, agarró el vino y empezó a verterlo para que respirara un poco, cambiando de tema:

—En realidad, he llegado antes. Lo que ocurre es que he bajado a comprar un sacacorchos que parecía que hacía falta.

—¿Has bajado tú solo? —cuestionó Andrés—. ¿Has podido encontrar una tienda en el centro? Con lo que odias este barrio.

—Me he apañado. Anda, vamos con los demás —apuntó él según terminaba de volcar la botella.

Andrés salió cuando apareció Javier. Cruzó un par de palabras con el recién llegado y volvieron ambos al salón.

Enseguida, el murmullo del habitáculo se transformó en silencio.

—¿Qué pasa? —preguntó él—¿Interrumpimos alguna conversación interesante?

—Acabábamos de comentar que debíamos pasarnos a la mesa grande y comer —apuntó Covi.

Como si eso fuera una explicación. Y Javier dio una voz.

Enseguida se dispusieron a recoger el aperitivo, a llevar el pan, el marisco… Igual que un conjunto ordenado de sectarios que siguen a un líder equivocado y fanfarrón. Él ayudó con unos cubiertos. Después aprovechó para tomarse una cerveza sin atragantarse.

Se sentaron alrededor de la mesa. Le tocó al lado de Covi. ¡Al fin algo bueno ese maldito día! Ella se juntó un poco más a su silla. Le sonrió y aprovechó para un nuevo repaso a la anatomía de su amiga. Un paneo desde los tacones a su pelo castaño, perfectamente peinado. Ella, tan acostumbrada a los vistazos robados, le mantuvo la mirada. Era una mujer increíble, con una seguridad en sí misma que podía desmontar a cualquiera. Razones no le faltaban. Trabajaba en el Banco de España, de interventora o algún puesto de ese estilo. Desde luego, un alto cargo que le permitía mantener los tres divorcios que tenía a sus espaldas.

—¿Tienes hambre? —preguntó ella.

—Tengo ganas de ver a qué nos lleva esta reunión —respondió él.

—Yo también estoy expectante, pero creo que primero comeremos. Mientras… a disfrutar de la compañía, ¿no?

La miró con un gesto cálido, muestra de la complicidad que había entre los dos. Covi no solo era un bellezón, era una tía lista y no hacía falta explicarle ciertas cosas.

Los del grupo se veían dos veces al año. Siempre en las mismas fechas. En julio, Mila organizaba una comida informal por alguna terraza de Madrid. Quedaban con el pomposo objetivo de hablar sobre sus planes de vacaciones. La segunda solía ser a primeros de diciembre, con la intención de coincidir antes de las Navidades. Entonces se preparaba una cena en la casa de alguien que en bastantes ocasiones resultaba ser la de Mila y Javier. En esta ocasión, se felicitaban las fiestas y era el momento en que uno de los del grupo, Gonzalo, les llevaba un décimo de lotería que compartían para el sorteo de Navidad. Siempre el mismo número, el 00829, que coincidía con el de una habitación del hotel Saratoga en Palma de Mallorca. El lugar donde hacía unos cuantos años, durante el viaje de fin de curso, quedaban para jugar a las cartas o contarse sus confidencias adolescentes. Esa estancia fue el punto exacto del planeta donde se terminó de forjar su amistad. A parte de estas dos ocasiones, el resto del año se telefoneaban, unos quedaban esporádicamente con otros…, aunque nunca todos a la vez. Así lo tenían montado. No era necesario más.

No obstante, esa era la segunda vez en pocos meses que rompían con la tradición de no verse más de lo acordado. Y como si una maldición cobrara su deuda, la situación se había vuelto patas arriba. Por ese motivo estaban en la mierda.

La primera vez que se habían saltado su propia costumbre había sido unos sesenta días atrás, en la inauguración del herbolario de Mila. Un negocio que había abierto en la calle del Olvido, del madrileño barrio de Usera. Ese día, el 26 de noviembre de 2018, acudieron todos, incluso Gonzalo. La anfitriona preparó una jornada de puertas abiertas y luego se fueron a comer de picoteo a un sitio cercano a la tienda. Gonzalo llegó un poco apurado, nervioso, y tuvo sus más y sus menos con algunos de ellos. También con él, que no sabía ni quería callarse cuando alguien lo increpaba, simplemente porque el otro tuviera un mal día. El resultado: ese chalado se enfadó con ellos y se fue del evento sin despedirse. Nadie conocía muy bien los motivos. Ese chico era un desastre. Su cabeza era un desastre. Fue la última vez que dio señales de vida.

Lo que inicialmente entendieron como una de sus rabietas pasajeras desembocó en una situación crónica. De buenas a primeras, ese tarado dejó de participar en el grupo de WhatsApp que compartían. No contestaba a los mensajes ni a las llamadas. Y al llegar la fecha en la que iban a reunirse en diciembre, no apareció. Fue una sorpresa para los del grupo. Lógicamente, en ese momento nadie se acordó del maldito billete de lotería. De comprarlo; ni siquiera de que existía. Hasta que llegó el día del sorteo. Cuando el 22 de diciembre se otorgó el primer premio al número que ese año no tenían en su poder, todos se tiraron de los pelos. Lo primero que pensaron fue que Gonzalo no habría comprado la lotería ese año. Creerlo era bastante probable, incluso un bálsamo necesario. El sentido común llevaba a pensar que su enfado no se hubiera quedado solo en no hablarles.

Sin embargo, Covi, a través de sus influencias, averiguó que el premio otorgado al 00829 se había depositado en una cuenta de una sucursal bancaria de la calle Taconera, en el barrio de San Fermín, justo debajo de la casa de Gonzalo. Era demasiado improbable que algún vecino suyo tuviera el mismo boleto premiado, ya que él lo compraba cada año en una administración situada en Cádiz. Ese dinero era suyo. ¡Joder! ¡Y no podían acceder a él! Por un malentendido, un enfado, un cortocircuito o lo que mierda le hubiera ocurrido a ese chico en la cabeza. Porque Gonzalo no estaba bien. Jamás lo había estado. En el pasado lo habían ayudado, cuando lo necesitaba. Era lo que hacían los amigos. Y ahora él les pagaba así.

Tener esa información abrió varias posibilidades. Y una nueva incertidumbre: ¿dónde narices estaba su amigo? Intentaron contactar con él por los medios que tenían. Fue en vano. A su teléfono nunca contestaba. Desapareció del domicilio donde vivía alquilado y en su trabajo dijeron que se había despedido al poco del sorteo, sin más explicaciones. Ningún otro conocido sabía dónde estaba ni había rastro de él en los lugares por los que solía transitar, como el Parque del Manzanares o el polideportivo municipal, donde iba a practicar deportes de raqueta. Por otro lado, que supieran que Gonzalo tenía ese billete premiado no solucionaba nada. De hecho, era bastante peor. Dolía imaginar que su amigo los había engañado y se había largado. Gonzalo no parecía una persona rencorosa. Pero el dinero era capaz de cambiar a cualquier hombre, de convertirlo en alguien egoísta.

(continua…)

 

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