Ángel dejó una nota apoyada en la mesilla derecha de su cuarto. La colocó con un recelo desmedido, casi aterrador, como si se desprendiera de una parte vital de su cuerpo. El papel estaba doblado en tres partes y tenía un nombre en una de las caras: Cristóbal. Parecía demasiado evidente que era para él y, a pesar de ello, temía que alguien pasara por allí y la leyera antes que su destinatario. Porque aquella casa del madrileño barrio de Chueca se asemejaba cada día más a una sala de fiestas con derecho a habitación, que a la vivienda que compartía con su novio.
No era el estilo de Ángel despedirse de esa manera, aunque en realidad ya no sabía muy bien cuál era su estilo, ni si quedaba algún resquicio de lo que un día fue su modo de hacer las cosas. Sentía que en su vida solo ocurría lo que le gustaba a Cristóbal, lo que era como él, lo que a él le parecía bien. Se había dejado llevar por alguien que no le convenía, viviendo en una espiral de amargura desde hacía demasiado tiempo. Lo que todavía le daba más miedo que abandonar a su novio.
Estaba en el mismo oscuro callejón que cuando era adolescente y vivía en casa de sus padres. Entonces, su escapatoria fue unirse a la orden de Jesús junto con alguno de sus compañeros del colegio de jesuitas. El lugar donde descubrió su vocación y donde aprendió a amar al Señor, y a temerle, porque tan necesaria era una cosa como la otra. La improvisada solución también sirvió de gran alivio a sus padres, que encontraron un futuro para un hijo alborotado, con tendencias sexuales complicadas, que tampoco era demasiado habilidoso en nada que se propusiera, y encima tenía la mala costumbre de ser desobediente y contestón. En esos momentos la disciplina de los hermanos de la orden le ayudó con su congénita inestabilidad. Gracias a ellos alcanzó el equilibrio necesario para estar en paz consigo mismo. Hacía ya tres años que no se hablaba con sus progenitores, el mismo tiempo que llevaba sin saber nada de la orden.
Al principio Cristóbal era el prototipo de pareja ideal: un chico de veintiséis años ―como Ángel―, alto, con un cuerpo fibroso pero no excesivamente musculado, y con un miembro viril lo bastante grande y, por si fuera poco, en la cama aguantaba durante varias horas sin agotarse. Mucho más que la mayoría de los tíos con los que Ángel se había acostado. No pudo evitar enamorarse nada más conocerlo, eso resquebrajó al instante su ecosistema interior. De repente, todo lo que le importaba en la vida pasó, como si un obús lo adelantara a toda velocidad, a un segundo plano: su vocación, sus ideas, su futuro… Ya solo le preocupaba hacer feliz a ese chico sonriente y locuaz que había irrumpido en su vida; sin pensar en ninguna otra cosa, porque no había nada más, lo demás estaba detrás, había desaparecido del horizonte. Y a los pocos días de conocerlo, sin macerar demasiado las ideas, Ángel dejó su alojamiento y su carrera religiosa para convertirse en un amo de casa torpe y sin vocación en casa de él.
Para su novio lo más lógico era hacerlo así. Cristóbal se había metido a comprar aquel piso unos días después de conseguir ese puesto de trabajo tan prestigioso. Él ganaría lo suficiente para los dos y Ángel solo debía ―según su pareja― preocuparse de quererlo, cuidarlo y estar ahí cuando llegara a casa. El trato no parecía tan malo, sobre todo porque no incluía todas las demás cláusulas: aguantar sus malos humos después de la jornada laboral, a sus insufribles amigotes, sus fiestas, y tener que poner buena cara a todo aquello. Cristóbal era tan exageradamente social, tan esclavo de la gente, igual que un adicto a las miradas de aprobación y al postureo. Ese chico necesitaba su dosis diaria de todas esas personas, revoloteando a su alrededor, admirándolo y diciéndole lo bueno que era organizando fiestas, o en su trabajo, o en esa asquerosa afición que tenía por la pintura. Afición que para más saña se empeñaba en diseminar en forma de horrendos cuadros surrealistas por toda la casa.
El veneno del momento no dejaba ver que no todo había sido malo en esos tres años, y era lo que complicaba las cosas. Lo mejor era terminar con una nota sin derecho a réplica ni información sobre el futuro. Desde ese instante Cristóbal era el pasado. A pesar de que el presente significara estar en la calle sin saber a dónde ir, tan solo portando una pequeña maleta y un montón de dudas.
Nada más dejar el mensaje, Ángel miró el reloj: las seis y media de la mañana. Demasiado tarde para dormir. También demasiado pronto para pedir alojamiento a alguien que pudiera echarle un cable. El tiempo era uno de sus peores enemigos. Necesitaba salir de allí cuanto antes. Se fue a por la maleta que había hecho hacía unos minutos. No se llevaba grandes cosas: unos cuantos pantalones y camisas, el neceser, la ropa interior y un par de zapatos. Lo demás prefería dejarlo allí. La mayoría de sus pertenencias le recordaban a Cristóbal. Al fin y al cabo, él las había pagado. Se quedó mirando a su «examante», que descansaba desnudo boca abajo sobre la cama. «¡Imbécil! ―se dijo―. ¿Quién podía imaginarse que esto iba a funcionar?». Se dio la vuelta y salió de la habitación con cuidado para no despertarlo. En el salón fue apartando a su paso los restos que quedaban de la fiesta del día anterior: botellas de alcohol vomitadas por el suelo, objetos reinventados en ceniceros, alguna prenda de ropa tirada a su libre albedrío…, todo ello mezclado en un batiburrillo de comida y pastillas. Echó un último vistazo al cartel que había pegado con celo en la pared: «FIESTA DE COMIENZO DEL VERANO». Y salió de la casa cerrando la puerta de un golpe. No le apetecía ser disimulado. Ya no. «¡Que se jodan los de dentro!», pensó.
En la calle, Ángel caminó sin saber muy bien hacia dónde dirigirse. Había hablado hacía unos días con un antiguo amigo del colegio, Carlos, sobre la posibilidad de dejar a Cristóbal, y que si eso sucedía, tendría que ayudarle. A lo mejor podía ir a su casa. Si no, le tocaría volver con sus padres, por lo menos hasta que supiera qué hacer. Se paró un momento y apoyó la maleta en el suelo. Tenía frío y la cabeza le daba vueltas. Trataba de controlarse, pensando de la manera más positiva que sabía: «Es la mejor decisión. Es la mejor decisión», se repetía incesantemente. Solo esperaba que no le diera una de sus crisis. Miró la pancarta de publicidad que había en la fachada del edificio de enfrente. «Prepárate para el efecto 2000», ponía. Era uno de esos anuncios que te avisaban de que había que actualizar los equipos informáticos para que no se fueran al garete. Todo el mundo estaba loco con ese tema. Algunos predecían que en unos meses, con el comienzo del año 2000, podían producirse fallos en electrodomésticos, cortes en los suministros de luz, agua… Aunque para Cristóbal, muy en su estilo, no eran más que absurdos miedos de personas catastrofistas. Algo con la misma validez que las irracionales predicciones sobre el fin del mundo que se escuchaban aquellos días con la llegada del cambio de siglo.
Ángel bajó de nuevo la mirada al suelo y se encendió el pitillo de un paquete que había robado a un tipo que se le había insinuado la noche anterior. Ese era un momento cojonudo para volver a fumar. Lo había dejado hacía unos meses por no oír los rollos de Cristóbal acerca de los perjuicios del tabaco. Después, se dio la vuelta y siguió caminando despacio hasta que terminó el cigarro y lo apagó aplastándolo contra la pared de un portal. Un grupo de cuatro chicas pasó por su lado y se le quedaron mirando con caras de aprobación. Estaba acostumbrado a despertar ese tipo de reacciones en la gente. No era alguien excesivamente alto, pero sí muy atractivo, con una figura delgada y un rostro aniñado que pegaba muy bien con su pelo liso de punta, tan rubio, y esos ojos azul intenso. Llamaba la atención tanto a hombres como a mujeres, aunque hacía ya tiempo que él no se interesaba por el sexo femenino. Al llegar a la calle Gran Vía se paró en la primera cabina telefónica que encontró. Estaba más nervioso por momentos.
Habló con su amigo Carlos. Este no quiso alojarlo en su casa, pero le comentó que había alguien que podría ayudarle: el padre Raúl Solana. Era un amigo de su familia, que en esos instantes albergaba el cargo de superior provincial de los jesuitas. Carlos le propuso organizarle un encuentro con él. Irían los dos juntos por la tarde.
Ángel colgó visiblemente decepcionado y se dirigió hasta la boca de metro. No tenía muy lejos de allí a sus padres, tan solo a cinco paradas. Según descendía las escaleras, iba pensando qué iba a contarles, porque se iba a presentar en su puerta en diez minutos y no tenía preparada una buena historia para, si es que eso era posible, no dejarles demasiado preocupados. Cuando llegó le recibieron con una naturalidad insultante, ni siquiera le preguntaron qué hacía allí a esas horas, como si ya supieran que iba a volver de un momento a otro, derrotado y sin alternativas. Ángel les informó de su nueva situación sin detenerse en ningún detalle y, acto seguido, su padre se fue como si nada a caminar, mientras su madre le preparaba la cama y le hacía el desayuno. Luego, los dos hablaron de cosas triviales que sustituyeron las conversaciones incómodas que tanto les había separado en el pasado.
Por la tarde, Carlos y Ángel fueron a ver al padre Raúl Solana, un tipo bajito, de sonrisa indiscreta y demasiada seguridad en sí mismo. El superior provincial no paró de entrometerse en cómo había sido la vida de Ángel los últimos tres años. Después de una conversación de más de media hora, le aconsejó un retiro espiritual. Por suerte, el padre Raúl conocía el sitio perfecto: el monasterio de agustinos de Santa María de La Vid, en la provincia de Burgos. Allí, el prior, conocido por todos como el padre Iván, era un viejo amigo suyo que podría acogerle. El monasterio gozaba de hospedería donde poder alojarse y disfrutar de la paz necesaria, cosa que le vendría muy bien para ordenar su cabeza y reconducirle por la senda que una vez siguió y a la que aún podía reengancharse.
A Ángel no le disgustó la idea de tener tiempo para sí mismo. Su vida aceleraba desbocada hacia un universo de cambios y no tenía la menor idea de qué debía cambiar. Ir a aquel dichoso monasterio era una opción tan mala o tan buena como cualquier otra. Podía pasar allí unos días, igual que un turista más, descansar, reflexionar, incluso podía practicar una vida monacal con el resto de monjes que se encontraran allí. Más adelante, si hacía las cosas bien, a lo mejor podría volver a la Compañía de Jesús. No podía engañarse, echando la vista atrás, cuando mejor se había sentido en su vida había sido con la orden. Ya no necesitaba preguntarse más cuál era su verdadero hogar.
La Vid era un pueblo situado al extremo sureste de la provincia de Burgos. No se parecía demasiado a otros municipios castellanos, como los que podías encontrar a su alrededor en el verano del 99. Era una localidad fuera de lo común desde sus orígenes, abierta a lo diferente y al devenir que tienen las cosas con una naturaleza especial. Visto desde la altura, mostraba un aspecto prefabricado y rectilíneo, de estudiadas cuadrículas perfectas, situadas en una explanada elegida a conciencia y delimitadas al norte por el río Duero y en su extremo sur por la carretera nacional. Contiguo a él, asomaba imponente el monasterio de Santa María de La Vid, un edificio del siglo XII que parecía haber estado esperando más de 800 años una población a la que arraigarse.
A no más de veinte kilómetros de allí, en los años 50, otro municipio segoviano (Linares del Arroyo) había sido inundado por las aguas para construir el Pantano de Linares. Sus vecinos entonces, con la promesa de ser alojados en otro territorio, fueron evacuados de su lugar de origen. Y así, resignados a la incertidumbre del futuro más inmediato, recogieron su vida y transportaron campo a través sus miedos e ilusiones, llorando la historia que dejaban atrás, como si sus resbaladizas lágrimas fueran la mejor metáfora del líquido que poco a poco ocupaba el valle que un día sintieron suyo. El Instituto Nacional de Colonización se encargó de llevar a cabo la operación: construyó casas en una llanura de la ribera del río Duero y dotó de tierras de labranza a esos vecinos segovianos. El asentamiento resultante se denominó «Colonia de Linares de La Vid», lo que con el tiempo acabó llamándose simplemente: pueblo de La Vid.
El padre Iván conocía bien la historia del pueblo porque fue uno de los primeros niños en nacer allí. Sus padres y abuelos se habían encargado de que no se olvidara de sus orígenes, contándole los recuerdos de ese duro pasado. Como cuando recogieron las últimas pertenencias de sus casas en los birriosos carros de madera propios de campesinos y pastores mientras el agua del futuro pantano empezaba ya a llegar por los tobillos. O las duras jornadas que esperaban después transportando con los machos las pocas posesiones que llevaban a su incierto nuevo destino.
El prior era un hombre tranquilo que había sido educado en la importancia de la ayuda a sus semejantes. Él siempre había hecho todo lo que estaba en su mano por integrar de una manera visible la vida del monasterio con la de los vecinos de La Vid. Aunque no siempre había sido fácil, ya que la historia se había empeñado en poner a prueba la fe de los habitantes del pueblo con sucesos en ocasiones terribles e intrigantes, como si ese antiguo municipio colono hubiera arrastrado hasta allí algún tipo de maldición.
En aquella época, el monasterio era la sede del Noviciado Interprovincial de las cuatro provincias agustinas (Castilla, Matritense, Filipinas y España), lo que lo convertía en un enclave importante para la formación de jóvenes que querían profundizar en el conocimiento del Señor y el estilo de vida agustiniano. Esa singularidad llenaba de orgullo al padre Iván, que sentía la responsabilidad de su cargo como un reto edificante, y se sumaba al incentivo de poder ejercer su labor muy cerca del lugar donde creció. A diario, el prior no escatimaba esfuerzos ayudando a los novicios, tanto en su búsqueda interior como en sus estudios filosóficos.
Aunque no siempre había tenido tan claro su papel dentro de la orden. En el pasado, su formación y sus expectativas habían viajado mucho más allá de ese convento. Y después de haberse formado tanto allí como en Madrid y emitir sus votos simples, había ido a Roma a terminar sus estudios teológicos en el colegio internacional Santa Mónica. De aquel lugar guardaba buena relación con varios compañeros, algunos de los cuales ahora habitaban por diferentes puestos de relevancia en la Santa Sede. Entonces, todo hacía prever que su carrera iba encaminada a ser una figura al más alto nivel en la estructura organizativa de la orden agustiniana. No tardaron mucho en ofrecerle presentarse a prior provincial. Dado su buen talante y las amigables relaciones que mantenía, algunos religiosos pensaban que podía llegar a ser algún día vicario general o incluso, por qué no, prior general de la orden. De hecho, haber optado al principio por desarrollar su carrera cerca de sus orígenes no impedía que siguiera manteniendo relaciones con algunos religiosos de Roma. El prior se acostumbró a que, de vez en cuando, apareciera la posibilidad de cambiar de vida lejos de allí. Al menos, había sido así durante un tiempo. Momentos en los que él se había dejado querer, rehuyendo tímidamente las proposiciones.
Pero un suceso, cinco años atrás, había acabado de golpe con la reputación y confianza que habían depositado en él. A partir de entonces, incluso estuvo a punto de ser destituido de su cargo de prior. Lo que le hizo comprender que uno no siempre puede anteponer sus convicciones a sus responsabilidades. Y agarrado al cómodo paraguas de la justificación, entendió que tenía sobradas razones para pensar que allí era afortunado y que no tenía necesidad de buscar su destino fuera de ese monasterio. Su apego a la tierra y su gusto por estar en continuo contacto con los primeros momentos de la orden eran razones con el peso suficiente como para no tener que arriesgar nada.
La mañana del lunes 28 de junio de 1999, el prior se volvió a acordar de su pasado en Roma. Hacía unos días le había llamado el padre Raúl Solana para pedirle un favor. Era algo poco habitual: acoger a un joven durante un tiempo en la hospedería del convento. Lo extraño no le parecía el hecho en sí, sino el tipo de muchacho que iba a enviar. Según las palabras del jesuita, a pesar de ser un joven que había estado vinculado a la orden de Jesús en el pasado, no parecía una persona con una vida en paralelo a las enseñanzas religiosas. Más bien era alguien que había coqueteado con el pecado de manera recurrente y obsesiva. En el monasterio estaban acostumbrados a recibir diversos tipos de personas: turistas con gusto por el arte y la religión, estudiantes en busca de un lugar relajante a la hora de preparar unas oposiciones, gente que iba a pasar unos días de paz junto a los monjes… pero aquel templo no parecía un lugar adecuado para jóvenes con vida desestructurada y conflictiva. Alguien así podía enturbiar el hábitat de armonía necesario para el correcto desempeño de su labor. Por el contrario, sabía que no podía negarse a la petición de su colega religioso, un tipo demasiado importante como para permitirse no hacerle un favor. Además, Raúl Solana le había ayudado en momentos difíciles del pasado. Por ese motivo, ya había comunicado a Mónica, la chica de la portería, que lo avisara en cuanto estuviera por allí ese joven venido de Madrid, y también le había pedido que alguien le acompañara a su habitación. Su idea era dejar un espacio para que el joven se instalara y almorzara tranquilamente, ya que llegaría con el autobús de línea de Aranda de Duero, casi a la hora de comer. Por la tarde tendría tiempo de verlo en su despacho.
A las 19:30, Ángel llamó con los nudillos al despacho del prior, exacta-mente a la hora que le habían indicado. Una voz grave desde el otro lado lo invitó a pasar. Cuando atravesó el marco de la puerta se encontró sentado a un hombre muy alto, por encima de los cincuenta años, con la túnica negra típica de los monjes agustinos, moreno, corpulento, con el semblante serio y una pequeña barba dibujada alrededor de la cara, igual que un reguero de hormigas perfectamente ordenadas para transportar su alimento.
―Buenas tardes, padre ―dijo Ángel con voz pausada, tratando de mostrar su respeto―. Me han dicho que quería hablar conmigo.
―Buenas tardes. Por favor, siéntese.
Ángel cogió el asiento de su derecha, mientras soltaba un simple: «Gracias».
―¿Ha sido un viaje cómodo?-dijo el agustino.
―Yo no lo describiría así.
―¿No? ¿Y cómo lo describiría? ―preguntó el agustino buscando una conversación, consciente de que la manera de explicar un suceso personal dice casi todo lo importante de alguien.
―Ya que lo pregunta: he cogido un autocar llamado El Navarro, en la Estación Sur, a las 10:00, muy pintoresco, pero sin aire acondicionado. Me he sentado solo, a la mitad, y en el pasillo, pero en una de las múltiples paradas se ha subido un señor obeso que se ha sentado justo a mi lado. Ese hombre desprendía un olor insoportable y yo tengo mucha sensibilidad a los olores fuertes. He tenido que cambiar a atrás, donde todavía quedaba un mínimo hueco entre una señora mayor y su nieto, que no paraba de moverse en el asiento. Al llegar a Aranda de Duero he tenido que bajar, y allí me han dicho que quedaban todavía cincuenta minutos para que saliera el próximo vehículo para La Vid. Ha sido un rato bastante aburrido, la verdad. Para rematar, en la última parada, he descubierto que el autobús no me dejaba en el convento, sino en el centro del pueblo de al lado. Me ha tocado arrastrar la maleta por el arcén de la carretera con todo el sol en la cabeza. Digamos que no ha sido uno de mis mejores viajes.
―Entiendo lo que dice y lamento que haya sido así ―asintió el prior con un gesto visiblemente contrariado ante una exposición tan quejicosa.
―¡Oh, no se preocupe! Por suerte, en cuanto he llegado me ha atendido esa chica encantadora de recepción ―contestó Ángel, tratando de poner también énfasis en lo positivo.
―Mónica.
―Ha sido realmente agradable, como el monje que ha venido después a indicarme dónde estaba mi habitación. Quería que lo supiera.
―Está bien. Solo le he hecho llamar porque considero que no es un turista más ―le informó el prior, queriendo cambiar de tema―. Me ha llamado mi amigo el padre Raúl y me ha explicado su situación. Mi intención es ayudarle en lo que pueda y hacer que su estancia sea lo más placentera posible. Quiero que sepa que aquí nos agrada que las personas que vienen a la hospedería o al albergue puedan unirse a nuestros oficios y a las comidas en el refectorio con el resto de hermanos de la comunidad. No es obligatorio, por supuesto. Dejamos que cada persona decida el grado de espiritualidad y retiro de su estancia. Ni qué decir tiene que, en su caso, con más motivo, puede acompañarnos siempre que lo desee y, por mi parte, no tengo inconveniente en que se quede el tiempo que considere oportuno. Espero que encuentre entre estas paredes lo que ha venido a buscar.
―Gracias por tratarme igual que a uno más de ustedes, padre. Es muy amable ―comentó Ángel―. Será un placer acompañarles.
―Es un favor que hago a un antiguo amigo ―corrigió el agustino con el mismo semblante serio―. Él me ha pedido expresamente que lo acogiera y que cuidara de usted. Debe tenerle mucho afecto, porque reconozco que no es habitual este tipo de peticiones.
―En realidad casi no conozco al superior provincial; me lo presentaron el otro día y desde el primer momento se volcó en echarme una mano. Se ve que tiene muy buen corazón, igual usted y su comunidad.
―Está bien, todos somos hijos de Dios y estamos para ayudarnos ―quiso conciliar el prior, mirando por primera vez a otra parte de la habitación en la que no estaba Ángel―. Espero que descanse y disfrute de su estancia, y en el momento que se encuentre preparado para dejarnos, hágamelo saber. Mientras tanto, todo lo que hay en el convento está para ser utilizado: los paseos, la cafetería, la sala de la televisión, la piscina en el horario indicado, las canchas de fútbol y baloncesto… Verá que hay varios monjes muy deportistas. Si le gusta hacer ejercicio puede acompañarles. También tenemos un teléfono público que puede usar, si no tiene uno de esos aparatos inalámbricos que usan ahora los jóvenes. Solo hay un par de restricciones que son, como es lógico, las estancias particulares, las dependencias de los campamentos, los museos y la biblioteca.
―Gracias. No, no tengo teléfono móvil. Me interesa la biblioteca ―interpuso con energía Ángel, asumiendo desde ese momento en qué se iba a convertir: un turista―. Antes de venir leí que había algunos libros de gran valor.
―Podemos decir con orgullo que la biblioteca es una de nuestras joyas, aunque no la única ―informó el agustino con un brillo en los ojos no descubierto hasta ese momento―. Tenemos más de 60 000 libros, 22 incunables, y multitud de pergaminos y documentos literarios y científicos. Si quiere visitarla tiene que hablar con el padre Sergio. Él es el bibliotecario. Se encarga de salvaguardar el patrimonio y de controlar la entrada y salida de las personas que quieran consultar algún libro o usar el ordenador que hay allí. Y si le apetece dar una vuelta por los museos solo tiene que hablar con Mónica, la joven de la recepción que ya ha conocido. Para otros asuntos, seguro que cualquier hermano no tendrá inconveniente en ayudarle, y si no fuera así, cosa que dudo, dígamelo y yo mismo lo haré.
―Gracias de nuevo. Es usted muy amable. Ahora me gustaría ir a descansar.
―Claro, adelante.
Ángel no fue a su habitación. No le apetecía hacerlo. Tenía el verano para descansar en aquella cama ataviada de esa colcha verde tan fea en la que le habían alojado. En lugar de eso pensó en salir a dar una vuelta fuera del recinto. Al fin y al cabo, iba a pasarse dentro de aquellos muros una temporada, ¿por qué no permitirse una última licencia antes de empezar con la vida monacal? ¿Por qué no darse un último capricho poco correcto y desobediente? El problema era que no conocía nada por allí. Lo que había visto desde la parada del autocar hasta el monasterio tenía pinta de ser de lo más rural y tener pocas posibilidades. Lo único que se le ocurrió fue ir a preguntar a Mónica, aquella chica tan simpática de la portería.
Pasó primero por el refectorio para coger una pieza de fruta y, desde allí, en el claustro principal, solo tuvo que seguir recto hasta alcanzar el portón de madera que daba acceso al zaguán. Al atravesar la puerta, encontró a su izquierda a una veinteañera con uniforme y una de esas plaquitas donde ponía un nombre, Mónica. Era una chica morena, delgada, con el pelo alborotado y los ojos grandes y marrones. Quizá un poco bajita, pero parecía una mujer decidida por cómo sostenía la miraba cuando hablaba. La joven estaba de pie, delante de una puerta de cristal entreabierta que dejaba escapar el trabajo de un ventilador colocado en la portería que había tras ella. Lugar que cumplía también la función de tienda, con souvenirs y postales.
―¿Ya se ha reunido con el prior? ―preguntó Mónica al ver llegar a Ángel.
―Acabo de estar con él ―contestó él―. ¿Siempre se encarga de recibir personalmente a los turistas?
―La verdad es que es un hombre bastante reservado y no suele estar pendiente de quién viene a hospedarse. Usted debe ser alguien importante, porque me ha dicho expresamente que lo avisara en cuanto estuviera aquí.
―Por favor, tutéame. No creo que seas mayor que yo, y no estoy acostumbrado a que las chicas guapas me traten de usted.
―Lo haré ―aceptó la muchacha desviando la mirada, con signos evidentes de una timidez no descubierta hasta ese momento.
―Supongo que es culpa del padre Raúl. ¿Se venden muchas postales del monasterio? ―Curioseó Ángel, para hablar de otra cosa.
―Depende del día. Cuando vienen las excursiones no doy abasto. En esta tienda tenemos de todo y al acabar las visitas al monasterio y a los museos, pasan por aquí.
―Ya… Oye, quería consultarte un par de cosas. Me ha comentado el prior que hay una piscina, pero que tiene un horario. ¿Sabes cuándo puedo usarla? Me vendría bien para tomar un poco el sol, que aún estoy muy blanco.
―Yo te veo estupendo… si me lo permites ―soltó la chica devolviéndole el halago anterior, e inmediatamente un rojo intenso se apoderó de sus mejillas―. Durante un par de semanas del verano vienen los campamentos. Se quedan en tiendas de campaña en el campo de fútbol grande y así tienen para darse un chapuzón. Pero el resto de personas pueden bañarse en el tiempo que ellos no la usan. Puedes encontrar los horarios en la valla de la entrada.
―¡Genial! También quería saber por dónde puedo dar una vuelta, algún sitio que sea agradable por aquí y que no sea un paseo muy largo.
―Tienes varias opciones. El recinto abarca huertas, una chopera, campos de fútbol…
―Claro, pero me refería a algún lugar que estuviera fuera del monasterio. He pensado que voy a pasar aquí dentro una temporada y antes me apetecería despejarme un poco, fuera de estos muros. Y también, si es posible, tomarme algo…
―En ese caso lo mejor es que vayas al pueblo de al lado. Ya has visto que no está muy lejos. Es pequeño para dar una vuelta, pero allí tienes un bar.
―Está bien. Muchas gracias ―se despidió. Y salió a la calle cubriendo los ojos con sus gafas de sol de diseño.
Ángel tenía que reproducir el mismo trayecto que había recorrido hacía unas horas, pero justo al revés y sin arrastrar el pesado equipaje. Caminó unos diez minutos hasta llegar a la plaza Mayor, un cuadrilátero casi perfecto con soportales en dos de sus laterales. No le costó mucho localizar el cartel que indicaba lo que buscaba.
Entró en el bar. En su interior se encontró a cuatro individuos jugando en una mesa al mus o algún otro juego de cartas en que se utilizaran monedas, y de pie, observándoles, a un borracho maloliente que iba vestido como si hubiera sacado su ropa de la basura. Su mirada se congeló en el borracho: era más o menos de su altura, no sabía hasta cuántos años mayor que él, porque tenía la piel muy estropeada, aunque no parecía un anciano, y su pelo aceitoso se revolvía en un albedrío extraño y desagradable. Ángel se acercó a la barra y se pidió un cubalibre.
―¿Lo quieres con dos o tres cubitos de hielo? ―preguntó Sonia, la camarera.
―Cuantos más le pongas, mejor ―exageró él.
―A mí también me gusta con mucho hielo cuando hace este calor ―comentó la chica de la barra dejando entrever una dentadura casi perfecta―. Estos días se suda por la mañana y la tarde, pero aquí refresca por la noche.
―¿Tanto cambia la temperatura? ―continuó él siguiéndole la corriente.
―Y eso que aún estamos en junio ―explicó ella―. A finales de verano hay que abrigarse por las noches. ¿Estás alojado en el monasterio?
―Sí, he venido unos días a descansar. Y por lo que he visto de camino hasta aquí, creo que es un buen sitio para ese cometido.
―¿Lo dices al ver que esto no parece muy animado? Es pronto. El pueblo se llena los meses de julio y agosto. Viene mucha gente a veranear. Sobre todo los fines de semana.
―No me imagino este lugar a rebosar de gente. Aunque aquí estás acompañada.
―En el bar casi nunca me quedo sola. Están los que se toman el café por la mañana, los de la partida… o, si no, Víctor. ―Ella señaló con la mirada al andrajoso que observaba la partida de cartas―. La mayoría de los días me hace compañía desde que abro por la mañana hasta las 21:45 que se va a cenar. Siempre a la misma hora.
―¿Ese tipo es vecino del pueblo? ―comentó Ángel, bajando su tono de voz.
―Algo así ―susurró también Sonia, acercándose un poco más al joven―. Digamos que no tiene un alojamiento fijo en La Vid, pero suele dormir en las antiguas escuelas o en uno de los edificios abandonados al otro lado de la vía del ferrocarril.
―¿Las antiguas escuelas? ―preguntó Ángel, intrigado.
―Es el edificio medio derruido que hay en dirección al monasterio.
―¡Ah, claro! Esa construcción que parece que va a caerse de un momento a otro. La he visto al venir y me he preguntado qué sería. Parece la casa del terror. Y allí duerme… O sea, que es un vagabundo.
―Yo no diría eso…
Parecía que les estaba escuchando porque, antes de que la camarera terminara su frase, el borracho se precipitó de cabeza delante de su taburete. Ángel lo miró desde arriba con todo el asco que acumularon sus ojos. Ese desaliñado estaba fulminado en el suelo y la peste que desprendía a alcohol, y a saber qué otras mil cosas fermentadas, le daba directamente en la cara. Ángel exclamó:
―¡Vaya golpe! Creo que debería irse a casa, amigo.
―Esta es mi casa ―balbuceó el andrajoso sin levantar la mirada del suelo―. Y yo siempre me siento así. Sonia, díselo tú. ― El borracho empezó a reírse mostrando el dibujo incompleto de su dentadura.
Ángel sintió una arcada en la boca de su estómago. Tuvo que contenerse las ganas de vomitar. Utilizó las manos para taparse la nariz y la boca. Y se alejó unos pasos del hedor. Mientras, la camarera salió de la barra e intentó levantar al mendigo. Enseguida un par de los tipos que antes jugaban absortos la partida, la ayudaron a incorporarle. Ángel se dio la vuelta y fue entonces cuando vio tirado en el suelo una especie de cuaderno, abierto de par en par. Lo recogió y se fijó en su interior. Estaba lleno de frases con mensajes de adoración al diablo y todo tipo de simbología satánica. Era una especie de manual con anotaciones de distintos textos y referencias sobre la misma temática. De repente, el borracho soltó un zarpazo y se lo arrebató de las manos.
―No toques las cosas que no son tuyas ―le recriminó el vagabundo.
Ángel no quiso enfrentarse a él. Sabía que no se desenvolvía bien en los conflictos y que el cuerpo a cuerpo nunca había sido su fuerte. No lo pensó mucho. Se fue en dirección a la barra, dejó pagada la consumición y emprendió la vuelta al monasterio.
Afuera caminó a paso ligero. El incidente le había sobresaltado de una manera desproporcionada, hasta revolverle las propias entrañas. Parecía que sus tejidos hubieran entrado y salido bruscamente de su cuerpo. Estaba tan mareado por la peste de ese hombre que le costaba andar en línea recta. Avanzaba y lidiaba contra bocanadas ácidas de reflujo gastroesofágico. «¿Por qué ese individuo lleva un manual así?», se preguntó, tratando de entender el suceso que acababa de presenciar.
Al llegar al muro del monasterio se encendió un cigarro y, antes de acceder al recinto, empezó a dar vueltas sobre sí mismo, todavía visiblemente desquiciado. Ahora era él el que parecía deambular con una intoxicación etílica. E igual que una granada que estalla diseminando el caos en todas direcciones, comenzó a recordar algunos momentos de la semana anterior: los días en casa de sus padres, la conversación mantenida con Raúl Solana, las insistentes llamadas de Cristóbal que no había querido coger… Era como si todas esas imágenes le agredieran, como si fueran contra él con una violencia desproporcionada. Quiso salir huyendo, escapar inmediatamente de allí, huir a cualquier sitio y no volver. Y según centrifugaba su desconcierto, resbaló la chancla izquierda, con tan mala suerte que cayó en el borde del camino y su mano derecha fue a parar a un montón de escombro tirado en ese lado de la vía. Notó un dolor penetrante en esa mano. Al mirarse, comprobó que de ella brotaba un hilo de sangre. Se había clavado algo. Entonces se incorporó con furia, agarrándose la muñeca con la otra extremidad. Sacó un pañuelo del bolsillo para envolverse la palma lastimada y empezó a buscar qué le había dañado entre la maleza teñida de rojo plasmático. Después de rebuscar entre cascotes, plásticos y azulejos, encontró un punzón de carpintero. Imaginó que ese era el objeto agresor. Cogió la herramienta con la izquierda y, en un gesto de rabia, la lanzó con fuerza en dirección al camino. De esa cólera nació un remolino de sentimientos confusos. Fue como si todos los sistemas de alerta de su cuerpo se activaran a la vez. De pronto, sintió que aquel lugar guardaba un secreto perverso que podía dañar a la gente. No era solo ese asqueroso hombre, era aquel monasterio, aquel pueblo… Tenían algo, algo maldito.
Asustado, se fue corriendo a su cuarto, sin dejar de mirar a su alrededor. Como si el espacio a su paso tuviera un poder nocivo sobre él y pudiera dañarle con solo proponérselo. Atravesó a toda velocidad el interior del convento hasta llegar a su habitación. Una vez dentro, cerró la puerta con llave y se limpió la herida de la mano, ayudándose del botiquín que siempre llevaba en el neceser. La lesión no era tan grande, pero sí profunda. Pensó entonces que lo mejor era tratar de olvidarse de ese maldito día, relajarse e intentar dormir un poco. Estaba cansado, sudoroso y tenía los nervios a flor de piel. No había superado lo de Cristóbal, eso estaba claro, y le afectaba de una manera mucho más sustancial y profunda de lo que había creído. Se dio una ducha, se colocó una tirita en la palma de la mano, tomó un analgésico y una pastilla para dormir.